El libertarianismo, enfermedad infantil del capitalismo
طرفداری از آزادی فردی(بگونه راست گرایانه)، بیماری کودکانه سرمايه دارى
نوشته ای از : هورخه فریسنچو
I
El libertarianismo, o libertarismo, es una filosofía política que postula la supremacía del individuo y de los derechos individuales sobre cualquier otra consideración, y muy en especial sobre cualquier otra consideración que tenga como protagonista al estado o a la sociedad general. Esta no es una idea deleznable. Incluso para quienes, como yo, nos suscribimos a una noción distinta del estado y su rol -una que requiere, por definición, de variados niveles de intervencionismo-, la desconfianza con respecto al poder y el profundo respeto por los individuos que anima en su forma más básica a todas las posturas libertarias es siempre saludable.
Y puede ser rastreada sin ninguna dificultad en los textos canónicos del marxismo, como el Anti-Dühring de Engels, que en un bellamente utópico pasaje imagina un estado cuyo último acto como tal es asumir la representación de la sociedad en su conjunto, ya no únicamente una clase o una alianza de clases, con lo cual se extingue por voluntad propia. (Para cualquier marxista, hoy, “Friedrich se equivocó: ningún estado se suicida” debería ser una de las lecciones mejor aprendidas de la historia del último siglo).
Por lo demás, la palabra libertario, contra su uso más común en el contexto actual (donde designa a los partidarios más radicales del laissez-faire capitalista), tiene su origen en realidad en el anarquismo del siglo XIX y principios del XX, que la usó orgullosamente para autodefinirse. Esa, aunque la estemos olvidando, es una tradición noble de lucha y solidaridad, traicionada no una sino múltiples veces, a sangre y fuego, por el marxismo realmente existente.
El problema es que al libertarianismo que quizá convenga empezar a llamar “de derecha” le ha pasado algo comparable, aunque no idéntico, a lo que le sucedió a mediados del siglo XX al marxismo. Tras su momento triunfal (con el thatcherismo y el reaganismo en los años 80, el brusco colapso de la URSS y el fin de la Guerra Fría, y la aparente constitución de un mundo monopolar sin horizonte de alternativas al capitalismo), sus formas más simplistas, acríticas e intelectualmente torpes se han ido asentando como una ortodoxia, generando en algunos círculos un consenso cada vez más autosatisfecho con la anuencia, por lo menos, de los poderes fácticos financieros, empresariales y mediáticos, además de los think-tanks.
Esto está pasando en el Perú quizá con más insistencia que en otros países de América Latina, por causas cuya explicación requiere de una sociología del trabajo intelectual y una historia de los discursos públicos que, aunque necesarias, no vamos a hacer aquí. Lo que me interesa es anotar algunas de las debilidades del consenso libertario de derecha en su versión simplificada (que es la que solemos encontrar entre nosotros) e incluso en modos más complejos de su expresión.
Carencias de la teoría
En primer lugar, me parece abundantemente claro que al libertarianismo de derecha le falta una teoría coherente del poder. Para un libertario, las relaciones sociales tienen literalmente la figura del contrato y se presuponen como un acuerdo entre partes iguales, o entre partes desiguales capaces de resolver su desigualdad en la negociación. “Resolver”, por cierto, puede significar muchas cosas, pero por lo general, en el discurso libertario de derecha, lo que quiere decir es un acuerdo entre las partes que genere mayor eficiencia en el mercado: para esta forma de ver las cosas, esta eficiencia justifica las desigualdades de las partes contratantes, pues en teoría todos los involucrados se benefician en última instancia de ella.
La limitación aquí debe ser obvia: aunque se asuma la desigualdad entre las partes (o los individuos) como un elemento del proceso, no se la entiende como una condición estructural de las relaciones entre los contratantes, que determina el espacio en el cual se produce su “negociación”. Es decir, el terreno en el que se produce el intercambio, el “mercado”, es siempre neutro para esta teoría, una página en blanco en la que los contratantes inscriben su negociación.
Pero no lo es. Nadie entra en el mercado desde una posición neutra y nadie se ubica en él “en blanco”. Y para entenderlo hace falta anotar una segunda falencia del pensamiento libertario de derecha que estamos comentando: de la misma manera en que necesita una teoría del poder y no la tiene, le hace falta una teoría coherente de la historia. Pues la razón por la cual las relaciones de poder entre las partes distorsionan cualquier negociación entre ellas es, en esencia, una razón histórica: el poder se acumula y se mantiene, y al hacerlo le da forma al mercado. Así, al entrar en el mercado en el acto de “negociar”, los individuos están entrando ya en una estructura de poder preexistente, y su participación en ese espacio será necesariamente condicionada por ella.
Del mismo modo, los actores sociales (incluso si se les considera individualmente, como hace el libertarianismo) acumulan capitales que no son únicamente financieros o económicos, sino simbólicos. Pertenencia étnica y racial, por ejemplo, o identificación de género, o prestigio familiar, o trayectoria educativa, o muchas cosas más. Y estos capitales también tienen una historia. Y esta historia también constituye una estructura de poder marcada por diferencias y jerarquizaciones, de la que ningún “contratante¨puede sustraerse pues está naturalizada en el espacio del mercado: es, fundamentalmente, “como son las cosas”, una parte no negociable de la realidad preexistente a cualquier interacción contractual, y su persistencia es una de las determinantes del “contrato” (por ejemplo, en el mercado laboral o el educativo).
Una visión estrecha de la libertad
Lo que se desprende de estas carencias del pensamiento libertario de derecha (y otras) es, en el fondo, una visión estrecha y casi caricaturesca de la libertad humana. El libertarianismo se concentra en un horizonte utópico de individuos libres y soberanos, y percibe al estado como el principal enemigo de esa libertad y esa soberanía. Debe ser claro para quienes hayan seguido lo dicho hasta aquí que esta idea (simplista, acrítica e intelectualmente torpe, como decía) confunde estado y poder y desdibuja, hasta hacerlas desaparecer del escenario, formas de poder social y económico que sin embargo son predeterminantes para la dinámica sobre la que que quiere teorizar.
Debe ser claro también que la noción de libertad propugnada por estas formas de libertarianismo es en lo esencial la libertad económica y ninguna otra, y que por ello desde esa perspectiva el mercado aparece no sólo como un espacio neutro (desprovisto de estructuras de poder) sino como un espacio natural, equivalente a la realidad misma. El libertarianismo no puede ver, por ejemplo, las muchas formas en las que la participación en el mercado es coercitiva (so pena de morir de hambre, ¿cómo consigue usted su pan, lector? Y para conseguirlo, ¿cuántas horas está obligado a “contratar” con sus empleadores?). Esa ceguera es, en resumen, la marca del libertarianismo de derecha como una ideología, en el peor sentido del término, aunque se crea una verdad.
Y debe ser claro también que, vistas así las cosas, un nivel de intervención por parte de instancias reguladoras es la única forma de resolver, sin necesidad de salir ni un milímetro del
sistema capitalista, las deficiencias del mercado como distribuidor de libertades y las diferenciales de poder que deforman las interacciones entre individuos. Los libertarios de derecha, por el contrario, recetan siempre más mercado y más privatización sea cual sea el problema que se quiere resolver.
Es tentador describir esta forma de razonamiento como infantil e ingenua, pero en realidad no lo es. A fin de cuentas, en su naturalización del mercado y su incapacidad de teorizar el poder y la historia del poder, el libertarianismo de derecha termina siendo no una inocente falacia, sino un instrumento al servicio del orden establecido. Y defender el orden establecido en nombre de la libertad no es ingenuo ni infantil, cuando uno considera las consecuencias.
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